lunes, 7 de noviembre de 2011

El silencio del Vaticano. Los Aliados

Está probado que nadie en Europa, incluida probablemente la mayoría del pueblo alemán, no valoró plenamente el abominable crimen de genociio que, con los judíos, alcanzaba a los gitanos y a los eslavos. Tal crimen no solo tenía precedentes y parecía imposible e increíble en el Siglo XX. Solo después de la guerra fueron descubiertas en amplitud desmesurada las dimensiones del drama. De golpe, a posteriori, ganaba todo su sentido la lucha contra el nazismo, quedaba justificada e incluso sacralizada. Al propio tiempo se hizo perceptible la debilidad de las reacciones de los países libres. En particular la falta de toda condena formal y pública por parte del Vaticano suscitó en unos una vehemente indignación y en otros una dolorosa sorpresa. Y, sin embargo, la Santa Sede había recibido, más que nadie, informaciones que no daban lugar a dudas: había sido alertada por polacos, ingleses, americanos y ... brasileños, y también por el Arzobispado de Belgrado, sin olvidar las informaciones que podía recibir directamente o por los italianos. Su silencio era más enojos porque la Iglesia estaba entonces en plena personificación del poder pontificio. Si la palabra del Papa es la fe y la ley, ¿qué decir de su silencio?

Sobre este punto, Pio XII estaba más atrás que su predecesor que, con la encíclica Mit Brennender Sorge, había condenado la violación de los acuerdos entre el Vaticano y el Reich, pero sin que esta condenación se extendiese al régimen nazi. El comportamiento del Cardenal Pacelli, convertido en Papa, estaba afectado de un coeficiente personal: nació en Alemania, había sido el artífice del Concordato con el III Reich; se había traido de Alemania a sus allegados domésticos y varios consejeros, lo que M. Nobecourt ha llamado la "germanocracia del Vaticano". Convertido en Secretario de Estado, con frecuencia había manifestado su predilección por el pueblo alemán, y había que leer entre líneas para percibir entre el pueblo y el régimen.

Además, cuando estalla la guerra, el Papa se conduce menos como la más elevada autoridad moral de Europa, que como jefe de un Estado que afirma su neutralidad, intentando guardar un equilibrio entre los dos bloques. O más bien con una inclinación hacía el Eje, que acaso imponía la mayoría italiana de los cardenales y el hecho de ser el Vaticano un enclave en territorio de la Italia fascista. En vísperas de la guerra, para preservar la paz, el Papa presiona a Polonia, el Estado más débil. A continuación no condenó los bombardeos de las ciudades inglesas, como tampoco la agresión contra Grecia y Yugoslavia; reconoció al gobierno de Eslovaquia, pero no al de Benes en el exilio; recibió a Pavelic, el asesino de los serbios. Es cierto que, en contrapartida, el Vaticano, de lejos, había favorecido el contacto entre alemanes antinazis y los ingleses; se había esforzado para que Italia no entrase en guerra; había evocado la resurección de la Polonia vencida y rehusado cualquier carácter de cruzada al ataque contra la URSS.

Tampoco se mantenía totalmente inactivo y silencioso. Una larga circular a los nuncios en febrero de 1941 señala los ataques contra la Iglesia en la Europa germanizada; el Papa prodigó los esfuerzos para salvar a los sacerdotes católicos deportados en Dachau; numerosas personas amenzadas , judíos incluidos, hallaron un asilo en el Vaticano o en las comunidades religioesas de Italia (por otra parte, igual asilo fue concedido a notables nazis o colaboradores, después de la derrota de Alemania). Esas intervenciones, siempre prudentes, se referían sólo a problemas estrcitamente religiosos y cuando eran en favor de judíos era porque éstos se habían convertido. Pero sobre las matanzas de judíos, rusos o serbios, nada se dijo nunca públicamente. En privado, el Papa se ha referido con frecuencia a su "aflicción", pero en público, deliberadamente, calla. Como mínimo esto era hacer pasar la defensa de los intereses de la Iglesia por delante de los más elementales princípios de humanidad, fundamento del Cristianismo.

Acerca de las razones de este silencio, tenemos que reducirnos a las hipótesis. En primer lugar, se puede constatar la falta total de ecumenismo en ese momento: las víctimas son sobre todo judíos y ortodoxos, o sea deicidas y disidentes rechazados por la Iglesia. Actuaba también el precendete de la neutralidad total de la Santa Sede durante el primer conflicto mundial, aún más rigurosa que en el segundo. En suma, el Papa era prisionero de una doctrina y de una larga prácitca - que no había existido siempre- que le impedía el intervenir en los asuntos de un Estado, que le obligaba, en cierta manera, a "dejar al César lo que es del César". ¿Pero no era el Cristianismo, por sus orígenes, la religión de los débiles, de los desgraciados y de las víctimas?

También puede ser tomado en consideración un cálculo de oportunidad o de probabilidad. Tomar partido contra Hitler, ¿no era arriesgarse a provocar su cólera y agravar la suerte de los que se quería salvar? Pero no se ve qué podían ver como peor los judíos. Sobre un tal "monstruo frío" de la política, ¿Cómo pesaría una intervención, despojada de toda sanción a una autoridad puramente moral? Acaso los 30 millones de católicos alemanes tendrían que sufrir las iras de Hitler si se mostraban buenos papistas y malos alemanes, o incluso se podía temer un cisma. En suma, el Papa estaba encerrado en un dilema: hablar sin tener la seguridad de detener el crimen y con el riesgo de agravarlo; o no hablar y cubrir los crimenes, o incluso, parecer que los absolvía inorándolos. Pío XII escogió el silencio.

Probablemente otra razón pesó más: el temor al bolchevismo ateo. Ya Pío XI, en la encíclica Divini redemptoris, había condenado sin equívoco al comunismo, en el mismo momento en que sólo arañaba al nazismo. Su sucesor no podía más que horrorizarse ante el provenir que prometía a la Iglesia una victoria de la URSS, empezando por la promoción al poder del Partido Comunista en la propia Italia. Entre dos males, igualmente temidos, el santo Padre escogía el menor. Pero ese conservadurismo anacrónico le colocaba en una posición de aislamiento respecto al mundo que se estaba gestando en la guerra, empezando por el desvío de la resistencia.

Lo que hay que añadir es que el Vaticano no fue sólo en mantenerse inactivo. La Cruz Roja Internacional no penetró en los campos de concentración más que in extremis, salvando únicamente a algunos supervivientes. Respecto a los Aliados, es verdad que, por radio, multiplicaron las amenazas; decidieron que después de la victoria serían juzgados los rciminales de guerra; en abril de 1943 tuvo lugar en las Bermudas una conferencia Anglo-americana para salvar las víctimas de la guerra. Pero cuando hubieses sido necesario pasar a la acción, el temor de disgustar a los árabes, el deseo de no proporcionar dinero o material a países ocupados por Alemania, las dificultades para albergar las víctimas, llevaron a la inacción. Puede ser citada una excepción: en 1944, varias decenas de millares de judíos fueron salvados en los Balcanes por un comité americano.

De esta forma murieron siete u ocho millones de víctimas inocentes ante el silencio de los unos y la inacción de los otros.


-MICHEL, Henri (1990); La II Guerra Mundial. Tomo I, los éxitos del Eje, Akal, Madrid

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